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El mes de octubre llega a su fin y los días son notablemente más cortos. Las temperaturas suaves, algunos días incluso cálidas, se han prolongado más allá de lo que la costumbre dictaría como razonable. En un acto de resistencia admirable, el estío ha ocupado ya la primera parte del otoño sin apenas ceder en su empeño conquistador del tiempo. Ayer, sin embargo, el cielo arrojó durante toda la tarde unas precipitaciones que limpiaron el aire de un polvo ligero pero amargo que suspendido en el vacío se había convertido ya en un compañero habitual. Hoy el amanecer fue fresco y un profundo olor a tierra mojada lo inunda todo. Despojado ya de su molesto velo de partículas, el cielo brilla con un añil intenso mientras el sol en su ascenso diario comienza a calentar con cierta timidez.

Habiendo dejado atrás las calles asfaltadas de una urbanización genérica de bloque abierto, anhelos casi siempre fracasados de construir una ciudad jardín, caminamos ahora por un estrecho callejón cuyo pavimento sin asfaltar es de grava y guijarros. Si a lo largo de la ciudad así reconocida hemos avanzado con dificultad esquivando vehículos estacionados en cualquier rincón, son ahora dos tapias de ladrillo las que nos flanquean definiendo unos límites muy claros entre el espacio público y el privado. La sed acumulada por la tierra durante semanas ha evitado la formación de charcos, apenas se percibe un firme ligeramente más húmedo y compacto. Desde lo alto de la tapia a nuestra derecha, enlucida de un blanco agrietado que ya deja adivinar el trazado irregular de ladrillos que la componen, se asoman unas matas de buganvillas que lucen con melancolía su desnudez de flores fuera de temporada.

En la calle central del asentamiento, perpendicular al callejón que nos brindó acceso y eje principal de comunicación, el paso esporádico de algún vehículo ha dibujado surcos de barro, ahora ya algo endurecido, en el suelo. No hay aceras, y el encuentro entre los muros de las casas y el terreno se resuelve en muchos casos sin la transición de un zócalo. Grupos de flores silvestres y yerbajos crecen allí donde el tránsito de personas es menos frecuente. El tejido urbano de este sector es denso. La calle está físicamente definida con claridad por la sucesión ininterrumpida de muros y viviendas a ambos lados. En la mayor parte de los casos, grandes portones casi siempre abiertos dan acceso a patios interiores o jardines con árboles frutales, espacios privados que sin embargo se incorporan visualmente, aunque en ocasiones también generando actividades y acontecimientos urbanos, al espacio público. Caminando en dirección sur percibimos que la pendiente del terreno aumenta ligeramente. Una mujer de mediana edad avanza con paso firme llevando de la mano a sus dos hijas pequeñas. A su espalda, un manojo de puerros asoma por la bolsa de tela donde carga la compra recién hecha. Hoy es sábado, y en diferentes viviendas de la zona se han sacrificado al alba algunos de los corderos más jóvenes, alrededor de cuya carne orbitarán las celebraciones de mañana. Una leve brisa queda retratada en este instante por la ondulación del pañuelo que cubre la cabellera de la madre. En el aire flota un olor a brasas recién agotadas y a pelo quemado, algo que me provoca cierto malestar pero que junto a la humedad de la tierra me hace esbozar en la memoria recuerdos de una infancia ya lejana.

Las viviendas en hilera a nuestra derecha, apretadas ahora sin el respiro de los jardines, se interrumpen para conectar el espacio de la calle con el territorio circundante, trazando una suave curvatura en su ligera ascensión. El alero de la cubierta de la última vivienda arroja una sombra pronunciada que sobre la pintura amarilla de la fachada adquiere tonos violetas. Las contraventanas de madera en la planta baja están cerradas. En la primera, por el contrario, dejan escapar en un intento de vuelo a la cortina del dormitorio principal. Desde aquí abajo se puede percibir que los muros internos de ladrillo están sin enlucir. Del techo de bovedillas de hormigón dispuestas con cierta torpeza cuelga de un hilo una bombilla sin casquillo. El carácter denso de la calle cambia ahora por completo con esta apertura hacia el paisaje. Con la única delimitación de un pequeño murete improvisado a base de cascotes, este espacio de tránsito y relación se extiende colina arriba por un antiguo olivar. Algunos árboles han desaparecido dejando la malla en cuadrícula desdibujada por su ausencia, pero la geometría cartesiana de la antigua explotación agrícola se percibe con nitidez y otorga a esta área una cualidad ambiental superlativa. Junto a los muros traseros de las viviendas más próximas se amontonan antiguos neumáticos pero, aparte de eso, esta porción de campo luce cierta pulcritud. En lo alto de la colina los olivos dejan paso a un grupo de pinos. A la sombra de sus densas copas de agujas, un grupo de vecinos conversa animadamente mientras sus perros trazan veloces carreras en zigzag. Alertadas por su excitado trote, una bandada de palomas levanta el vuelo perdiéndose pronto de vista tras las vías de tren que, al fondo, limitan con el olivar.

El extremo más meridional de la colina está cortado por la cuenca de un pequeño arroyo. Las lluvias de ayer han revitalizado su caudal, que desciende ligero despertando incluso un bramido difuso que se pierde en el viento. En un par de días, quizá, volverá a estar seco, pero ahora su trazo de plata alegra esta mañana soleada. A su paso por el asentamiento, su cauce desaparece para rebrotar de nuevo guiado por un lecho de piedra que discurre entre campos de cebada hasta perderse en los aljezares del sur. En este límite urbano las viviendas parecen agruparse con mayor densidad. Un número indefinido de ellas, la mayoría con fachadas grises de cemento y apenas ventanas, las cubiertas de una plana modernidad, parecen encerrarse a modo de ciudadela. Una serie de pasajes, cuya entrada protege aquí un árbol y allí una alfombra suspendida de unos tirantes oxidados para secar la ropa, se muestran como vías de acceso a esta unidad vecinal. La callejuela es estrecha y fresca, el sol apenas penetra en ella y el fuerte olor de un guiso de verduras en el fuego se escapa de una ventana e impregna cada poro de la piel. Aquí y allá se escuchan voces domésticas concentradas en los quehaceres de un sábado cualquiera, mientras al doblar la esquina el callejón se ensancha para formar un pequeño patio. Dos bicicletas vetustas, una de ellas tiene incluso el manillar oxidado, descansan sobre la pared. En el suelo hay macetas de geranios, todos ellos encarnados. Desde este pequeño espacio comunitario se accede a tres viviendas, cuyas escaleras ascienden verticalmente hasta las cubiertas pobladas de húmedas sábanas. Una de las puertas, de madera apagada por lo años y quicio vencido, se encuentra entreabierta. Junto a ella, un poyo de ladrillo da la bienvenida ofreciendo reposo y algo de conversación. Unos muñecos de plástico olvidados por algún niño detienen su juego entre las patas torcidas de una silla de madera cuyo asiento y respaldo fueron tejidos en mimbre. Continuamos por otro pasaje que discurre ahora entre dos viviendas que abrazadas lo rodean y protegen por arriba. Al fondo una balaustrada de perfiles de hormigón y alambre se asoma sobre unos álamos jóvenes. Recibiendo el sol del mediodía, se extiende un porche donde un grupo de vecinas ríen a carcajadas sin importarles nuestra presencia. Al final del espacio cubierto, dos escalones descienden hacia un huerto comunitario rebosante de enormes calabazas.

La Cañada Real Galiana es, como su propio nombre indica, una vía pecuaria, en concreto una de las nueve Cañada Reales que recorren la Península Ibérica y una de las cuatro que atraviesan la Comunidad de Madrid. Nace al Sur de la Rioja en la Tierra de Cameros para concluir cuatrocientos kilómetros después en el valle de Alcudia, entre Córdoba y Ciudad Real. Originaria del siglo XII, paulatinamente ha perdido importancia en la estructuración territorial por el abandono progresivo de la actividad ganadera trashumante. Aunque los cambios sufridos en la Cañada Real han pretendido denunciarse como hechos recientes, lo cierto es que su ocupación y parcelación a manos de particulares constituye un fenómeno iniciado en la década de los cincuenta.

Estas ocupaciones de la Cañada Real a su paso por Madrid han seguido su propia evolución al ritmo que marcaban las circunstancias. En primer lugar, se produjo una colonización de agricultores enfocada a cultivar explotaciones agrícolas de reducidas dimensiones. Posteriormente, este proceso se intensificó a partir de los años 80 por sucesivas dinámicas de migración. La absoluta dejación de funciones mostrada por las diferentes Administraciones Públicas responsables de este territorio ha facilitado la consolidación de un asentamiento informal que en la actualidad constituye una ciudad lineal de casi 15 kilómetros de longitud y una población estimada de más de 5.000 personas. La identificación de esta estructura urbana y social con sucesos delictivos derivados de actividades relacionadas con el mercado de estupefacientes ha sido promovida por los medios de comunicación y la mayoría de los agentes políticos para estigmatizar a esta población al servicio de intereses especulativos de desarrollo urbano e infraestructural.

Los párrafos anteriores intentan rescatar del olvido y evocar la experiencia urbana de recorrer en sucesivas ocasiones parte del trazado de Cañada Real, en concreto el limítrofe con la ciudad de Rivas-Vaciamadrid. Aquellos estudios realizados ahora hace casi diez años tenían como objetivo la localización de patrones arquitectónicos y urbanos que constituían la estructura física de este asentamiento madrileño. A pesar de la precariedad de los procesos constructivos que los habían originado y el uso de materiales muy humildes, en su mayor parte reciclados de restos abandonados u obsoletos, el barrio ofrece una riqueza inusual de soluciones arquitectónicas destinadas a la construcción de ciudad.

El urbanismo reglado, oficialista, burocratizado y  politizado no ha sido capaz de ofrecer una solución razonable para mejorar las carencias y problemas ambientales y sociales que sufren día a día los habitantes de Cañada Real. Por el contrario, un proceso de construcción y ocupación orgánico, ejecutado paso a paso por los propios usuarios sin ayuda profesional y con escasos recursos recupera un lenguaje popular y vernáculo en el uso de formas simples, arquetípicas y pregnantes para facilitar el arraigo de una comunidad humana en el territorio que habita.

Hoy es 26 de julio de 2022. Las temperaturas en Madrid vuelven a rozar los 40 grados después de sucesivas y cada vez más intensas olas de calor. El Arroyo Miguélez está seco desde hace meses, pero los juncos que señalan su trazado por el territorio desprenden aún una tórrida humedad. En el huerto, los ciruelos están cubiertos por una densa red verde que evita la incursión indeseada de pájaros en búsqueda de los anhelados frutos. Sillas de mimbre, alguna de plástico, dispuestas en círculo congregan a las vecinas al caer la tarde. Hace más de 20 meses la empresa responsable del suministro cortó la luz sin que ninguna Administración haya interferido para revertir esa decisión. Ellas resisten con determinación y esperan que esta noche refresque un poco más que las anteriores.

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Hidden Architecture

Hidden Architecture fue fundada por Alberto Martínez García y Héctor Rivera Bajo en febrero de 2015, a medio camino entre Liverpool y Madrid.

Hidden Architecture ha pretendido desde sus orígenes definir una actitud de resistencia frente a las dinámicas hegemónicas de los Media arquitectónicos. Alejada de un  posicionamiento negacionista o reduccionista, Hidden Architecture ha intentado esbozar un Atlas historiográfico paralelo al oficialista para complementar los discursos aceptados y establecidos por la academia.

En enero de 2019 Hidden Architecture lanzó su nueva website, con la principal novedad de contar con una potente y versátil herramienta propia de búsqueda y catalogación. El Atlas de Hidden Architecture nació con la aspiración de convertirse en el soporte de comunicación fundamental y asamblea virtual de la comunidad de Hidden Architecture, una tribu crítica de colaboradores estables y puntuales que desde diferentes puntos del mundo cooperan para dar visibilidad a prácticas arquitectónicas desplazadas a la periferia.

En la actualidad Hidden Architecture publica nuevo contenido dos veces a la semana desde Zürich y Nueva York. La website disfruta de una media de más de 130.000 visitas mensuales, con la particularidad de tener un alcance muy heterogéneo en lo que a países o grupos de edad se refiere. Hidden Architecture cuenta así mismo con más de 120.000 seguidores en sus diferentes perfiles de redes sociales.